miércoles, febrero 06, 2008

El desarrollo de la ocultación en el arte: notas para una estética degenerativa ( I )

En lo que respecta al aspecto puramente formal de la obra de arte (o sea, independientemente del contenido didáctico de la misma, y así sucesivamente), podríamos suponer que quizás, una vez que el arte dejó de privilegiar las formas que inducen vivencias místicas, su objeto privilegiado haya pasado a ser aquéllas formas cuya contemplación producía placer a los individuos.

Como ya hemos visto, los estoicos señalaron que el placer era el resultado de la aceptación de nuestras sensaciones, que el dolor era el resultado del rechazo de las mismas, y que la sensación neutra era el resultado de la indiferencia hacia ellas. Ahora bien, al aceptar el objeto de nuestra atención consciente (cualquiera que sea), automáticamente aceptamos la totalidad de los objetos potenciales, incluyendo nuestras sensaciones, que se hacen placenteras. Como ya hemos visto, esto se aprecia de manera particular en lo que la psicología budista designa como "sensación mental" (como distinta de lo que llama "sensación física"), que es la que refleja nuestros estados de ánimo y que se manifiesta con mayor intensidad en el centro del pecho a nivel del corazón. Así pues, cuando admiramos estéticamente una forma cualquiera, en el arte o en la naturaleza, automáticamente experimentamos placer, sobre todo en la región en cuestión. Es este placer el que denominamos "placer estético" y que normalmente consideramos como medida objetiva del valor supuestamente intrínseco del objeto de nuestra apreciación.

Por el contrario, cuando rechazamos el objeto de nuestra atención automáticamente rechazamos la totalidad de los objetos potenciales, incluyendo la sensación que el budismo llama "mental", experimentando desagrado, sobre todo en el centro del pecho a nivel del corazón. Este es el desplacer estético que normalmente consideramos como medida objetiva del antivalor (valor con signo negativo) supuestamente intrínseco del objeto de nuestra apreciación.

Ya hemos visto que, antes de Kant, muchos de los filósofos europeos quisieron explicar la apreciación de las formas de arte y de la naturaleza afirmando que lo que induce placer estético en quien las admira es ciertas armonías inherentes a las formas que son objeto de contemplación. Ahora bien, si la causa de la apreciación de una obra de arte fuese una supuesta armonía de sus formas, ¿cómo explicar que en distintas culturas, o en distintos momentos de una misma cultura, los individuos tiendan a apreciar formas artísticas y tipos de composición diferentes?

Hemos visto también que, a fin de creer que él mismo era un individuo superior con un "buen gusto objetivo", y que los gustos de los miembros más ilustrados de su cultura (que él compartía) eran universales, Kant hubo de realizar una operación de mala fe (o sea, de autoengaño) y afirmar que los gustos en cuestión respondían a principios a priori del psiquismo que él postuló como inmutables (o sea, resistentes a los cambios culturales que tienen lugar en el tiempo), universales (o sea, resistentes a las diferencias entre distintas culturas) y objetivos (o sea, válidos para todos los individuos).

Como se sugirió arriba, aquí lo que nos interesa explicar es precisamente lo contrario de lo que Kant quiso explicar: por qué el psiquismo, en distintas culturas o en distintas épocas de una misma cultura, emite sus juicios estéticos en base a diferentes principios, apreciando en cada caso ciertos tipos de armonías y siendo incapaz de apreciar otros. La explicación sería simplemente que el psiquismo va cambiando a medida que se va desarrollando el error o la delusión llamado lethe o avidya, y dichos cambios se van dando de distintas maneras y en distintas direcciones en diferentes culturas. Esto podría explicarse en términos de conceptos hegelianos tales como el de Zeitgeist y el de Volksgeist, siempre y cuando se los modifique a fin de hacerlos aplicables a fenómenos a los cuales Hegel los consideró inaplicables, y se los libere de la concepción evolucionista y la noción de progreso con la que los asoció indisolublemente su creador, enmarcándolos en la visión degenerativa de la evolución y de la historia humanas que sirve de base a este trabajo.

Así llegamos, por vías y en base a aspiraciones contrarias a las de Kant, a la necesidad de realizar una "revolución copernicana" análoga a la de éste, y explicar el la apreciación estética del arte desde el punto de vista de la belleza (e independientemente de otros elementos del arte, como el didáctico, etc.), no en base a armonías determinables en el objeto, sino a la concordancia de éste con principios del psiquismo. Ahora bien, contrariamente a lo que quiso creer Kant, estos principios no son inmutables, universales y objetivos, sino que van cambiando a medida que el error o la delusión se va desarrollando, y según el rumbo que en distintas culturas va tomando dicha evolución. Es esto lo que explica cómo en cada una de las artes (plásticas o poiéticas), las normas de composición cambian de un momento a otro en la misma cultura, y difieren de una cultura a otra.

Ahora bien, de lo que se trata es de privilegiar un tipo u otro de armonía en el objeto de la apreciación estética, pues todos los objetos que en distintos momentos han sido apreciados estéticamente de manera sincera por los miembros de alguna cultura poseen algún tipo de armonía que es susceptible de apreciación estética por parte de cualquier individuo de cualquier cultura u época. El hecho de que ello sea así ha sido demostrado por la forma en que, a raíz del proceso de globalización que se aceleró con las conquistas europeas a partir del siglo XV, y en particular a raíz de la exacerbación de este proceso desde el siglo XIX, los europeos y sus colonos culturales han aprendido a apreciar formas de arte que antes habían sido incapaces de admirar.

Por ejemplo, es bien sabido que, hasta hace relativamente poco tiempo, en su mayoría los europeos no atribuían valor alguno a la pintura china. De hecho, las primeras pinturas chinas que llegaron a Europa lo hicieron porque se las había utilizado como envolturas para porcelanas; ahora bien, en un momento dado algunos de los individuos que tuvieron contacto con dichas "envolturas" fueron capaces de apreciar los tipos de armonía inherentes a muchas de las formas que aparecían en ellas y, en consecuencia, "descubrieron" la increíble belleza de ciertos estilos de pintura china. Y quedaron tan maravillados por lo que habían descubierto, que rescataron algunas de dichas "envolturas" y comenzaron a difundirlas entre el público y los artistas. A su vez, estos últimos quedaron tan conmovidos por las armonías de las recién reveladas pinturas y las técnicas asociadas a ellas, que desataron esa impresionante y maravillosa revolución en la pintura francesa y, en general, europea que fue el Impresionismo.

Aunque es posible que la inefable belleza de muchas de las obras del paisajismo chino taoísta y ch’an que violan todas las normas de composición tradicionalmente sancionadas en Occidente, yazca más en la capacidad de dichas obras para inducir una epoché estética, que en las armonías que les son inherentes y en la correspondencia de éstas a unos u otros de los principios que en distintos momentos y lugares imperan en el psiquismo humano, no parece haber duda de que, también desde el punto de vista de dichas armonías y de dicha correspondencia, para muchos de nosotros, entre las las obras en cuestión, las mejor logradas superan a la mayor parte del arte occidental de los últimos siglos.

Tenemos, pues, que si bien originalmente el valor que los seres humanos proyectaban en la obra de arte dependía del "chispazo místico" que ella inducía, más adelante dicho valor dependería del placer estético producido por su apreciación: al observarla y valorizarla, naturalmente tenderíamos a aceptarla y, en consecuencia, automáticamente aceptaríamos también la totalidad de nuestras sensaciones. Siendo el placer uno de los objetos que más se valoran después de la "caída", y puesto que entre las sensaciones aceptadas se encontraría la sensación que el budismo llama "mental", que se manifiesta en el centro del pecho a nivel del corazón y otros puntos focales de experiencia, al aceptar dicha sensación la experimentaríamos como placer-que-se-deriva-de-la-apreciación-de-la-obra-de-arte. En consecuencia, de inmediato tomaríamos dicho placer por la medida del valor "objetivo" de la obra en cuestión.

Los tipos de armonía que cada cultura apreciaría en distintos momentos serían diferentes, pero, por lo menos hasta un momento dado en el proceso de degeneración impulsado por el desarrollo del error o la delusión esencial, siempre responderían a uno u otro tipo de armonía en el objeto. Ahora bien, a partir de un cierto umbral en el proceso de degeneración, la cada vez más globalizada cultura "universal" comenzaría a valorizar formas de arte progresivamente menos armónicas —e incluso a todas luces inarmónicas.

El arte no sólo dejó de representar formas que pudiesen servir para ganar acceso a la vivencia mística; la posibilidad de apreciar un número siempre creciente de tipos de armonía en los objetos relativizó a tal grado los criterios del arte, que la moda sustituyó a la tradición y se desató una loca carrera por innovar, no importa cuán inarmónicos los productos de dicha innovación pudieran llegar a ser. Esto desató un proceso en el cual el cansancio cada vez más rápido del público, la crítica y los mismos artistas con los diferentes estilos exacerbaría esa misma búsqueda de innovación, a tal grado que en muchos casos ya ni siquiera se intentó representar formas cuyas armonías un público dado pudiese apreciar y aceptar. El proceso de degeneración social, cultural e individual hizo, pues, que se impusieran criterios estéticos cada vez más arbitrarios y cambiantes —produciendo la inestabilidad de las pautas estéticas que, entre otras cosas, ha hecho que, desde el siglo pasado, los filósofos afirmen con creciente insistencia que los valores no son algo objetivo.

La carrera por innovar y la resultante sucesión de modas desembocó, pues, en la perenne persecución de una rebuscada (y por ende falsa) originalidad entendida como innovación, efectismo o escándalo. Ahora bien, a partir de los años 50, ante la acelerada sucesión de nuevos "ismos"y las críticas elevadas por Jean Sorel y Edouard Berth, por Walter Benjamin y Theodor Adorno, y por una serie de otros pensadores, las vanguardias pasaron a definirse como postvanguardias —lo cual a menudo sirvió de coartada para disfrazar la hastiante sucesión de nuevos "ismos" y todo lo que se objetó más arriba (todavía visible en muchas de las obras de la exhibición "Sensation" de 1999 en el Brooklyn Museum of Art)—.66 Reszler escribe al considerar las tesis de Sorel y Berth:67
«En la profusión de signos emitidos por una sociedad declinante, ¿cómo reconocer los signos de lo nuevo, si lo moderno no es más que el último respingo de lo antiguo en vías de disolución?.

CONTINUARA.

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